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Jueves 28 de julio: El peso insoportable de la memoria

  • por Marcos Nahuel Escobar y Valeria Totongi para el Diario del Juicio 
El genocida Heriberto "el tuerto" Albornoz
PH Julio Pantoja - Agencia INFOTO


Los tres hermanos Albornoz fueron secuestrados la misma noche, fueron sometidos a brutales torturas. Regresaron después de 20 días, pero las secuelas del terror se extendieron mucho más allá.

A la madre de Ricardo, Marcos y Víctor Albornoz le llevaron los tres hijos en una misma noche. Pese a la desesperación y la angustia, movió cielo y tierra para encontrarlos. Cuando volvieron, estaban destrozados física y mentalmente. Uno de ellos jamás pudo recuperarse por completo.

El jueves 28 de julio se reanudaron las audiencias en el juicio por los crímenes cometidos durante el Operativo Independencia, en Tucumán. Las ocupación militar que comenzó formalmente en febrero de 1975 dejó miles de muertos y secuestrados, en más de 60 centros clandestinos de detención, instalados en dependencias policiales y militares, escuelas y centros industriales o rurales.

La historia de los “tres A”, como les decían a los Albornoz los secuestradores, es un ejemplo de la brutalidad con la que actuó la represión sobre los militantes y sobre aquellos que no lo eran.

María Dolores Albornoz, la hija de Andrés Marcos Albornoz, tenía 4 días de vida cuando se lo llevaron. No recuerda el hecho mismo del secuestro, pero sí tiene memoria vívida de las secuelas que quedaron en la mente de su padre.


Ricardo Rolando Albornoz fue el primer testigo del día ante el Tribunal Oral Federal integrado por Gabriel Casas, Juan Carlos Reynaga y Carlos Jiménez Montilla.  El hombre contó que estuvo 20 días en la Escuelita de Famaillá, el CCD que concentraba la mayor cantidad de secuestrados en la provincia durante el Operativo Independencia. Los liberaron el 2 de agosto. “Nos subieron a un camión, nos sacaron las ataduras, pero no las vendas. Nos pidieron que contemos hasta 100 y nos dejaron en la ruta”, relató. Estaban, los tres, muy débiles, sucios, golpeados y desorientados. Aún así, pudieron llegar hasta una estación de servicio, donde un hombre se compadeció al verlos y les dio dinero para el boleto de ómnibus. Así pudieron regresar a su casa, en barrio Victoria.

En 1978, a Víctor volvieron a secuestrarlo. Se acercaron a la casa con engaños, diciendo que buscaban a alguien que sepa reparar estéreos de autos y terminaron metiéndolo dentro del baúl de un Renault 12 y se lo llevaron. En el grupo de los secuestradores, reconoció a Juan Carlos Clemente, el testigo estuvo secuestrado y luego trabajó para la policía, y que –en 2010- entregó a la Justicia tucumana una lista que documenta 293 casos de secuestros. 

“Mi hermano mayor (Andrés Marcos) nunca se recuperó del todo. Quedó con problemas mentales y, cuando empeoró, tuvimos que internarlo en el Hospicio del Carmen, que en ese entonces era mixto. Después de varios intentos, terminó suicidándose -relató Ricardo-. La relación con él era muy mala. Siempre nos culpaba a Víctor y a mí por lo que él había pasado. Estaba mal, se despertaba en mitad de la noche, gritando”.

Ricardo y Víctor habían militado en el peronismo, como cientos de jóvenes en la misma época. Ricardo estudiaba en la Universidad y Víctor trabajaba en Canal 10. “Nos juntábamos a hablar de política, hacíamos pintadas, panfleteábamos, esa era nuestra actividad militante”, recordó.

Víctor Hugo Albornoz tenía 20 años en el 75, cuando lo secuestró una patota de la casa en la que vivía con su madre y hermanos, Andrés Marcos, Ricardo Rolando, Hilda Lidia, la esposa de su hermano Marcos, que tenía una bebé recién nacida, María Dolores.

Recordó que se los llevaron a los tres hermanos varones y a su cuñada, el 12 de julio de 1975, en mitad de la noche. “Entró gente del Ejército (llevaban uniformes), nos hicieron parar en el patio, en chomba y ropa de dormir, y después nos llevaron a una dependencia del Ejército, según alcancé a ver. Allí estuvimos unas horas y después nos trasladaron a la Escuelita de Famaillá. Allí estábamos en unas habitaciones que parecían aulas, encerrados, atados, con vendas en los ojos, sin poder hablar unos con otros. Ni para comer ni para orinar nos desataban las manos. Desde afuera llegaban sonidos de llantos y quejidos -refirió Víctor, que era el menor de los tres-. Todo el tiempo amenazaban con matarnos, nos interrogaban una y otra vez para preguntarnos lo mismo: en qué andábamos, a quién conocíamos…”

Sobre ese primer cautiverio, Víctor dice que “no fue tan malo” porque no lo sometieron a picana,  y lo compara con su segundo secuestro, en el 78. “Para ese entonces ya estaba casado y solo pensaba en mis hijos porque me habían dejado cesante en Canal 10 y necesitaba trabajo. El 4 de agosto del 78, entraron a mi casa cuatro hombres jóvenes, en un Renault 12, color aceituna. Preguntaban por mi hermano Marcos, que arreglaba electrónica de autos. Me preguntan el nombre y me dicen que me meta al auto. Cuando doblaron hacia el oeste, me di cuenta de que no íbamos a buscarlo a Marcos, sino que me estaban secuestrando. Fuimos por Jujuy, hacia San Felipe, y paramos en un cañaveral. Allí me hicieron bajar y me molieron a golpes”, relató.

No terminó ahí el tormento. Lo metieron en el baúl del Renault, y lo llevaron a Horco Molle, posiblemente a alguna dependencia universitaria. “Encontré dentro del baúl una herramienta y logré hacer un boquete en la tapa, por donde veía hacia dónde íbamos. Yo iba sacando la mano, alguien tiene que haberme visto. Alcancé a darme cuenta de que íbamos por Avenida Aconquija. Cuando pasamos por Canal 10, justo salía un ex compañero de trabajo. Lo tomé como una señal, como una despedida”, continuó su detallado relato el testigo.

En Horco Molle lo sometieron otra vez a torturas, esta vez, sí con picana. Víctor le contó al tribunal que creyó que lo estaban por matar, pero que lo salvó el hecho de que llegó al lugar del secuestro otro grupo de tareas, que empezó a discutir con la primera patota, y finalmente se lo llevaron a otra casa, donde lo volvieron a torturar, pero lo soltaron cuatro días después: “me dejaron en el parque Guillermina, con ropa que no eran mía, como a las 10 de la noche. Conseguí caminar hasta la calle Lavalle, donde tomé un taxi y pude llegar a lo de mis padres”.


“Somos tocayos, yo también soy Albornoz”

Sobre la historia del hermano mayor, Andrés Marcos Albornoz, testificaron su viuda y su hija.

María Soria de Albornoz fue la tercer testigo ante el tribunal. Ella estaba, en julio de 1975, casada con Andrés Marcos y tenía una bebé de menos de una semana. Por eso estaba viviendo temporalmente en la casa de sus suegros, al momento del secuestro. 

María recordó cómo debió despertar a su marido porque el ruido de personas en la casa la despertó. Cuando abrió los ojos pudo ver a dos hombres a los pies de la cama. Uno de ellos, vestido de civil, se identificó como el jefe de la Brigada. Le dijo a su marido que se quede tranquilo, que no se preocupe. “Mirá, si hasta somos tocayos, yo también soy Albornoz”, contó María que le dijo el jefe de la patota. “Una vez lo encontré caminando por la calle y me dio mucho miedo”, recordó la señora, mirando hacia el tribunal. Si hubiera mirado a su izquierda, seguramente hubiera detectado entre la fila de los imputados al hombre al que estaba describiendo.

La casa estaba llena de soldados y hombres de civil, en la calle, en la vereda y hasta en los techos de los vecinos había personas armadas, apuntando a la puerta, por si alguien intentaba escapar.

La testigo relató cómo Andrés Marcos y sus hermanos fueron llevados esa noche de la casa y no supo nada de ellos por un largo tiempo. También contó que su marido volvió muy golpeado, barbudo y sucio. Lo peor fueron los graves daños psicológicos que le quedaron y lo marcaron hasta su muerte, en 2001. “Se despertaba en medio de la noche gritando ‘ahí vienen, ahí vienen’. Llevate a la chiquita, que no agarren a la chiquita”, decía, y ella debía calmarlo para que pudiera volver a dormir.


El general que decidía sobre la vida y la muerte

La dimensión del daño provocado por la salvaje represión contra la población tucumana puede medirse no sólo en el cuerpo de las víctimas directas, sino en las secuelas que tuvo para sus familiares.


“Él tenía un vínculo especial conmigo, quizás porque soy la primera hija. A mí me contó los tormentos que sufrió, el encierro, el miedo, la venda en los ojos… Un día escuchó que los soldados que lo custodiaban se cuadraban porque había ingresado alguien que parecía un militar de alto rango. Con las pocas fuerzas que le quedaban, se paró y pidió hablar con ‘el general’, como lo llamaban los demás –refirió María Dolores-. Le dijo que no tenía nada que ver con la subversión y que por favor lo liberaran a él y a sus hermanos, ya que no podría mirar a su madre a la cara si no regresaba con ellos. Era un hombre de voz muy ronca, muy característica”.

Este hombre, dueño de la vida y la muerte de los detenidos, le dijo que se quede tranquilo, que esa misma noche se iba a volver a su casa. Efectivamente, ese 2 de agosto, los tres hermanos Albornoz quedaron en libertad.

Mucho después, Andrés Marcos escuchó al fallecido Antonio Domingo Bussi, para ese entonces gobernador militar de Tucumán, en la televisión y comenzó a gritar: “es él, es él. Bussi fue el que me liberó”. “Cómo habrá sido su estado de fragilidad mental, que se sentía agradecido porque Bussi le había ‘salvado la vida’”, reflexionó la testigo.

Las elecciones de 1983 le dieron un poco de paz. “Cuando Raúl Alfonsín fue electo presidente, le gritaba al televisor ‘nunca más, nunca más’”.

La vuelta de la democracia, y con ella la promesa de que no volverían a gobernar sus verdugos, no fueron suficientes para el padre de María Dolores. La inestabilidad emocional del hombre llevaron a que la familia tuviera que internarlo en el Hospicio del Carmen en 1978, donde intentó suicidarse en al menos una oportunidad hasta que, finalmente, Andrés Marcos Albornoz se quitó la vida en 2001,  a los 51 años de edad.

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